Momentos del ser
La verdad (siempre empezar con frases como "la verdad" o "no, pero..." me pone en alerta, tanto cuando las uso como cuando las escucho) es que Tommy Rey, a pesar del entusiasmo del Lucho, no es del tipo de música que me mueve (un tanto literalmente), sin embargo, me sentía un resto impelido a saltar cada vez que el bochinchero sonoro lo requería ya que la pena contraria era claramente ser "un Pinochet", y la verdad (aghhh... maldita palabra) no quería que el viejo me viniera a penar.
Tanto salto cansa cuando llevas a cuestas una mochila y una masa corporal bastante pasada de lo saludable. Por lo mismo, una vez acabada la Fiesta de los Abrazos, la idea de tener que caminar por Av. Matta en búsqueda de una micro o colectivo me quitó lo poco de alegría que me había contagiado el Galeón Español o la Muchachita-muchachita-muchachita. Tenía ganas de reclamar, pero tímidamente fuí cejando y tratando de poner lo máximo de buena onda en un momento que las patas me latían más que corazón de mina sensiblera en concierto de Arjona. Faltaba poco para que el compañero Pablito diera paso al burgués Pablo, ese monstruo coleccionista de libros y amante de la comodidad... Aún hablo de mí, por si acaso.
Tomamos colectivo... perrrdón, taxi (no me acostumbro a estos cosmopolitismos) y nos bajamos en una estación de servicio en Vicuña Mackenna.
Llegamos en la noche a una casa de esas antiguas, donde te llevaba tu vieja a ver a sus amigas aún más viejas que ella misma. Casas con un pasillo largo y lleno de puertas conducente a un patio con parrón, llenas de habitaciones oscurísimas (como la conciencia de ese mismo... o de tí mismo: Thou art the man), con ventanas y póstigos nunca abiertos y con un olor a naftalina, rincón y humedad.
La casa parece estar desierta hasta que unos murmullos nos hacen avanzar por el pasillo hasta el fondo, patio con parrón y amigos conversando una cerveza y muchos sueños.
El Nano es el primero en reconocerme y saludar. ¿No te acordai de mí, Pablito?, me dice. Hay algo en el Nano que te hace pensar que hay gente con la cual es imposible no hacerse amigo. "P'ta, compadre, la verdad es que te me haces tan familiar que..." Y ahí me cae la teja que el Nano es el amigo de Calera que el Lucho siempre llavaba a los carretes en Valparaíso. Un buen tipo cuyo recuerdo me llevó a darle un abrazo al segundo que todos esos recuerdos invadieron mi maltrecha psiche.
En la mesa del patio estaban la Gloria y el Gastón. Gloria es una morena de largo pelo y ojos pequeños que tiene algo intrínsecamente terreno y profundamente femenino, algo Pachamamesco si se pudiera decir: a una mina como ella yo mandaría a Miss Chile de una, onda lo mejor de mi tierra.
Gastón, con su pelo canoso, crespo, largo y al parecer cada vez más escaso, me hace pensar (y es que al final, en primeros encuentros, todo está relacionado a impresiones) en uno de estos sabios de Nepal al que un montón de giles van a ver y, después de una larga travesía, le piden iluminación, sólo para que el sabio les responda con una de "esas" frasesitas koan que te quiebran la cabeza por su terrenalidad aparente y franca imposibilidad. Mago? Jodo?
Me siento y presiento que con esta gente, con esta tribu en la que aterrizo, hay un lazo que venía de antes. Este Jüng era un pillo. El asunto es que conversamos por horas y es de esos momentos escasos, raros como diamantes simétricos, en que un solitario se siente acompañado y parte de algo. Un momento tipo Aleph, perfecto en lo que se dice y siente, tan pletórico de epifanía que no queda más que aceptarlo por lo que es y disfrutarlo.
Lo mejor era tener cierta certeza en el mismo momento, verlos, saber que había algo allí.
Abrazos hay muchos e incluso algunos no muy sinceros. Aquí el abrazo era comunitario, era la palabra y el ron, era el reir desde dentro.
Era sentir que la vida, por un par de horas al menos, se transformaba en un círculo y que había sentido y belleza en este valle de lágrimas. Hubo un abrazo invisible cada vez que recordaban (recordábamos) el amor de las mulatas cubanas, la humedad del trópico, las heladas tardes de Atlanta o a los pintorescos habitantes de Hijuelas.
Esa noche, mientras la fruta madura llovía y nos golpeaba la cabeza, nos hacía ver que aquello no era un sueño, que a veces las pequeñas y buenas cosas de la vida pasan bajo un parrón que, extrañamente, bota damascos que no alcanzan a despertarnos de la embriaguez intoxicante que el latir conjunto de corazones humanos causa.
Tanto salto cansa cuando llevas a cuestas una mochila y una masa corporal bastante pasada de lo saludable. Por lo mismo, una vez acabada la Fiesta de los Abrazos, la idea de tener que caminar por Av. Matta en búsqueda de una micro o colectivo me quitó lo poco de alegría que me había contagiado el Galeón Español o la Muchachita-muchachita-muchachita. Tenía ganas de reclamar, pero tímidamente fuí cejando y tratando de poner lo máximo de buena onda en un momento que las patas me latían más que corazón de mina sensiblera en concierto de Arjona. Faltaba poco para que el compañero Pablito diera paso al burgués Pablo, ese monstruo coleccionista de libros y amante de la comodidad... Aún hablo de mí, por si acaso.
Tomamos colectivo... perrrdón, taxi (no me acostumbro a estos cosmopolitismos) y nos bajamos en una estación de servicio en Vicuña Mackenna.
Llegamos en la noche a una casa de esas antiguas, donde te llevaba tu vieja a ver a sus amigas aún más viejas que ella misma. Casas con un pasillo largo y lleno de puertas conducente a un patio con parrón, llenas de habitaciones oscurísimas (como la conciencia de ese mismo... o de tí mismo: Thou art the man), con ventanas y póstigos nunca abiertos y con un olor a naftalina, rincón y humedad.
La casa parece estar desierta hasta que unos murmullos nos hacen avanzar por el pasillo hasta el fondo, patio con parrón y amigos conversando una cerveza y muchos sueños.
El Nano es el primero en reconocerme y saludar. ¿No te acordai de mí, Pablito?, me dice. Hay algo en el Nano que te hace pensar que hay gente con la cual es imposible no hacerse amigo. "P'ta, compadre, la verdad es que te me haces tan familiar que..." Y ahí me cae la teja que el Nano es el amigo de Calera que el Lucho siempre llavaba a los carretes en Valparaíso. Un buen tipo cuyo recuerdo me llevó a darle un abrazo al segundo que todos esos recuerdos invadieron mi maltrecha psiche.
En la mesa del patio estaban la Gloria y el Gastón. Gloria es una morena de largo pelo y ojos pequeños que tiene algo intrínsecamente terreno y profundamente femenino, algo Pachamamesco si se pudiera decir: a una mina como ella yo mandaría a Miss Chile de una, onda lo mejor de mi tierra.
Gastón, con su pelo canoso, crespo, largo y al parecer cada vez más escaso, me hace pensar (y es que al final, en primeros encuentros, todo está relacionado a impresiones) en uno de estos sabios de Nepal al que un montón de giles van a ver y, después de una larga travesía, le piden iluminación, sólo para que el sabio les responda con una de "esas" frasesitas koan que te quiebran la cabeza por su terrenalidad aparente y franca imposibilidad. Mago? Jodo?
Me siento y presiento que con esta gente, con esta tribu en la que aterrizo, hay un lazo que venía de antes. Este Jüng era un pillo. El asunto es que conversamos por horas y es de esos momentos escasos, raros como diamantes simétricos, en que un solitario se siente acompañado y parte de algo. Un momento tipo Aleph, perfecto en lo que se dice y siente, tan pletórico de epifanía que no queda más que aceptarlo por lo que es y disfrutarlo.
Lo mejor era tener cierta certeza en el mismo momento, verlos, saber que había algo allí.
Abrazos hay muchos e incluso algunos no muy sinceros. Aquí el abrazo era comunitario, era la palabra y el ron, era el reir desde dentro.
Era sentir que la vida, por un par de horas al menos, se transformaba en un círculo y que había sentido y belleza en este valle de lágrimas. Hubo un abrazo invisible cada vez que recordaban (recordábamos) el amor de las mulatas cubanas, la humedad del trópico, las heladas tardes de Atlanta o a los pintorescos habitantes de Hijuelas.
Esa noche, mientras la fruta madura llovía y nos golpeaba la cabeza, nos hacía ver que aquello no era un sueño, que a veces las pequeñas y buenas cosas de la vida pasan bajo un parrón que, extrañamente, bota damascos que no alcanzan a despertarnos de la embriaguez intoxicante que el latir conjunto de corazones humanos causa.
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